Por: Miguel Berrueco
Fuente original: lacronicadesalamanca.com
Salamanca, como buena parte de Castilla y León, vive atrapada en una paradoja sanitaria. Tenemos un sistema de salud que fue durante años un referente en calidad y cobertura, pero que hoy se ve tensionado hasta el límite por tres factores que se retroalimentan: la desinversión, la desigualdad territorial y el envejecimiento de la población.
Los datos son elocuentes. En una provincia donde más de una cuarta parte de los habitantes supera los 65 años, la presión sobre los servicios sanitarios se dispara. La cronicidad, la dependencia y la necesidad de atención continuada ya no son excepciones, sino la norma. Y, sin embargo, los recursos disponibles no solo no crecen al mismo ritmo que las necesidades, sino que claramente disminuyen.
A ello se suma la brecha territorial. No es lo mismo vivir en la capital que en un pueblo de la Sierra de Francia, el Rebollar o las Arribes. La distancia hasta un centro de salud, la falta de transporte público o la dificultad para cubrir plazas de médicos rurales cualificados convierten la igualdad de acceso en una promesa incumplida y, cada vez más, en un sueño lejano. La tarjeta sanitaria garantiza derechos sobre el papel, pero la geografía y la demografía se encargan de poner obstáculos.
La pandemia demostró que esta comunidad tiene capacidad de respuesta cuando se apuesta de verdad por reforzar la sanidad pública. La pregunta es: ¿a qué estamos esperando? Porque mientras se discuten cifras y presupuestos, los consultorios locales siguen cerrados o abren a cuentagotas, se incorporan profesionales con dudosa cualificación y los mejor preparados se marchan por falta de incentivos. Y, como consecuencia de todo ello, los pacientes –sobre todo los mayores– acumulan esperas que no son meros números: son meses de incertidumbre, dolor o soledad.
Salamanca necesita un plan sanitario que responda a su realidad. Eso implica invertir más y mejor, sí, pero también diseñar una organización flexible que atienda a las peculiaridades de un territorio disperso y envejecido y eso es responsabilidad de la gestión política. No basta con un gran hospital: hace falta garantizar una atención primaria cercana, un transporte sanitario ágil, una telemedicina que funcione de verdad y condiciones laborales que atraigan y retengan a los profesionales.
La sanidad, al final, es el termómetro de una sociedad. Y el nuestro marca fiebre: la de una población que envejece con dignidad, pero a menudo sin el respaldo suficiente. La justicia social empieza por ahí: por no permitir que el lugar donde uno vive o la edad que tiene determine la calidad de la atención que recibe.
Quizá sea hora de dejar de hablar tanto de “reto demográfico” para el futuro y empezar a hablar más de derechos y justicia social en el presente. Porque Salamanca no puede resignarse a ser una tierra donde la vejez y la distancia signifiquen desigualdad.
Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario jubilado
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