Máquina de escribir con un folio en el que pone "Article".

Por: Abel Novoa

Fuente original: laverdad.es

El ejercicio médico está indisolublemente ligado a un compromiso ético con la sociedad: garantizar que quienes prestan atención sanitaria posean los conocimientos, habilidades y actitudes requeridos para proteger adecuadamente la salud de los pacientes. En este sentido, el acceso a plazas asistenciales sin una formación especializada supone una quiebra grave del contrato social que sostiene a la medicina como institución de confianza pública.

En el caso concreto de la Atención Primaria, permitir —y normalizar— el ejercicio de médicos sin la especialidad de Medicina Familiar y Comunitaria es una práctica contraria al principio ético que obliga a no hacer daño, pues se expone a los pacientes a un profesional que carece de los conocimientos clínicos, relacionales y comunitarios que define esta disciplina. El profesionalismo médico no puede desligarse de la competencia acreditada; la mera titulación de licenciado no basta cuando se trata de entornos clínicos complejos como el de la Atención Primaria.

La especialidad de Medicina Familiar y Comunitaria es el resultado de décadas de construcción científica, docente y profesional, y su desprecio por parte de las administraciones sanitarias —al contratar indiscriminadamente a médicos sin dicha formación— constituye no solo una falta de respeto hacia los especialistas formados, sino también una forma de negligencia estructural hacia los pacientes y hacia el sistema público de salud. Esta actitud erosiona el valor del conocimiento específico, desincentiva la formación rigurosa y degrada el nivel asistencial de los centros de salud.

La contratación de médicos sin especialidad se apoya en la idea errónea de que la medicina general no requiere un conocimiento especializado. Sin embargo, hoy sabemos que la atención efectiva a problemas complejos y frecuentes en la consulta, como los síntomas físicos persistentes, los malestares emocionales, el dolor crónico o la pluripatología, exige un conocimiento altamente especializado. Esto se debe a que el abordaje en Atención Primaria requiere no solo conocimiento biomédico de múltiples enfermedades, sino también capacidad para integrarlo con dimensiones psicológicas, sociales, culturales y relacionales del paciente. Supone aplicar herramientas terapéuticas que van más allá del fármaco, la prueba o la derivación: la contención, la validación del sufrimiento, el seguimiento longitudinal, la negociación de objetivos de salud o el acompañamiento en procesos de incertidumbre clínica.

Los aspectos relacionales y de comunicación —a menudo considerados erróneamente como “variables blandas”— han demostrado ser determinantes clínicos reales, con impacto directo en la evolución de múltiples patologías crónicas, en la reducción del uso inadecuado de recursos y en la mejora de la adherencia terapéutica. No se trata de habilidades accesorias, sino de competencias clínicas esenciales, que deben ser adquiridas, entrenadas y evaluadas, y cuya ausencia compromete de forma directa la calidad, seguridad y eficiencia de la atención prestada.

Normalizar estas contrataciones, además, desincentiva la formación especializada entre los propios médicos, ya que perciben la misma remuneración que un especialista sin tener que pasar por años de formación práctica intensive, que incluyen rotaciones exigentes y una retribución inferior durante la residencia.

No obstante, hay que reconocer que pueden existir situaciones excepcionales —por ejemplo, en zonas rurales o periodos vacacionales con escasez extrema de personal— donde se justifique, de forma transitoria, la contratación de médicos sin especialidad. Pero incluso en esos casos, deben establecerse salvaguardas que protejan tanto a los pacientes como al propio profesional: supervisión clínica periódica por parte de un especialista en medicina de familia, incentivado economicamente para realizar esta tarea; información explícita a los pacientes de que el médico no posee la especialidad pero que está siendo supervisado; retribución inferior al profesional especializado, acorde a su nivel de responsabilidad y formación (como pasa con los residentes); reversibilidad de la plaza con sustitución inmediata cuando un especialista esté disponible; restricción de acceso a decisiones complejas y en determinados escenarios clínicos.

Aceptar sin reflexión crítica estas contrataciones como una solución estructural implica un retroceso en la calidad, la equidad y la seguridad del sistema. Hay que decir que no faltan profesionales de Atención Primaria sino una gestión sanitaria que ofrezca condiciones laborales y retributivas que hagan atractiva esta opción profesional. Muchos médicos formados huyen debido a la precariedad, la sobrecarga estructural, la falta de reconocimiento y las escasas oportunidades de desarrollo profesional y acaban emigrando, optando por la practica privada u otros dispositivos asistenciales. Para revertir esta situación, es imprescindible una política activa que priorice la Atención Primaria no solo en el discurso, sino también en los presupuestos, en la planificación de recursos humanos y en la mejora efectiva de las condiciones de trabajo. Solo así lograremos que los profesionales formados opten por desarrollar su carrera en este ámbito clave del sistema sanitario.

La profesión médica en su conjunto debería posicionarse claramente frente a este problema, reafirmando que la competencia acreditada no es un privilegio gremial, sino un deber ético de la profesión con la ciudadanía.


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